06 marzo, 2007

Una mirada trágica al mundo y una esperanza masónica

Asistimos al cambio de siglo en un mundo en reconversión, con civilizaciones que se reacomodan a las nuevas circunstancias intentando conciliar la ética con el comercio y el derecho con la libertad y otras que se retrotraen, impulsadas por el pueril populismo, a un pasado mítico de sencillez edénica.

Inevitablemente, todo habitante de nuestro pequeño planeta sufrirá los efectos del estallido de los numerosos problemas irresolutos en tantas ocasiones pospuestos, probablemente el ciudadano se confundirá con la inevitable reconversión de valores de nuestra vieja moral y por la irreconciliable diferencia metafísica de los distintos cultos. Ayer se podían obviar tan tremendas disparidades gracias a que la gran distancia entre los pueblos impedían sus influencias y la interferencia en sus vidas, pero hoy, en un mundo tan reducido por la tecnología, conciliar a sociedades y a individuos tan diferentes y opuestos, aparece tan difícil como el conciliar al género humano en su conjunto con la madre naturaleza.

Muy en contra de hacer un llamamiento al encuentro universal en unos mínimos principios y propósitos que nos permitan avanzar remando al mismo tiempo, la polarización y la esquematización política que presenta la clase dirigente, fomenta el odio y el desencuentro entre una ciudadanía aturdida por el terrorismo, fanatizada por las consignas y deseosa de liderazgo maximalista. Se imponen los miedos a las esperanzas, y la cercanía, en lugar de unirnos, nos provoca repulsa y alejamiento.

En la sociedad más evolucionada, el individuo más solitario de la historia habita en la Hiperrealidad del siglo XXI. Un ser que rebusca por los laboratorios del positivismo el privilegio de la certeza de la que fue privado cuando su fe se evaporó. Forma parte de una comunidad que día a día se le aparece como más inauténtica y perturbada; pertenece a la humanidad consumista que se está convirtiendo en plaga a causa de su soberbia antropocéntrica y por la arrogancia de una falsa conciencia ilustrada con la que justifica su hedonismo.

El nihilismo dice que todos los cuentos son mentira y apaga la luz. Al ciudadano común no le importa porque no quiere luz; quiere dicha, que a pesar de no iluminarle el entendimiento, le alivia del peso de la vida y le justifica la existencia. La intelectualidad y los artistas de nuestros días lo saben, la mayoría de ellos son así, ofrecen brújulas sin aguja deseosos de chapotear junto al prójimo en el barro tibio de la charca del simplón conformismo. Casi todos son convertidos en funcionariado de una cultura oficializada, de los “ministerios de la verdad”, reciben el mecenazgo y las prebendas del político cobrando del tesoro público, otros se ganan el pan trabajando para los oligopolios del sector de la información y el entretenimiento y que dirigen la vida pública a través del monopolio de la cultura.

Incapacitado para la creación, el individuo postmaterialista, el más desamparado de la historia, se refugia en la evasión, el cientificismo, la tecnolatría y la emulación. El hombre ha perfeccionado la herramienta pero no sabe qué hacer con ella a parte de otras herramientas más precisas. El sujeto posmoderno es una insularidad que se repliega sobre sí mismo en una especie de glaciación emocional, y caminando por la senda del relativismo, mira hacia atrás buscando la atenticidad y la novedad en la interpretación de lo que ya se creó, estableció o fundó en el pasado. Este retro-modernismo es con el que se satisface a una humanidad que anda a tientas y que ha caído en la distopía en su afán por las utopías al edificar formas de vida con un futuro imposible. Al tiempo, el individualismo que exalta la “diferenciación específica” exige un orden de complejidad tan inconmensurable que el Super-estado tiende a abolir el primado de la invención por el de la repetición de combinaciones con unos pocos estereotipos.

El inevitable gregarismo ciudadano constituye las tendencias, y eso que creemos que son genuinas determinaciones de nuestra voluntad, en realidad están subordinadas a una gran voluntad social. Nuestro adanismo nos hace sentir diferentes pero estamos predeterminados desde que en la escuela, o desde la iglesia, se nos dio a elegir en un limitadísimo catálogo axiológico los principios que moldean nuestra domesticación y con los que después confeccionamos nuestro propio código de conducta. A pesar de sentirnos tan especiales, somos tan comunes y predecibles como los ríos mediáticos en los que bebemos y los masificados barrios en los que residen nuestras ideologías y doctrinas.

Por supuesto que la moneda también tiene su cara; el desarrollo hace que el individuo más solitario de la historia disfrute de un grado de confort inimaginable hasta hace muy poco, al igual que un gran reconocimiento de derechos, de libertades, de protección y de beneficios sanitarios entre otras bondades. Pero, a pesar de todo, y sin menoscabo de los bienes materiales e inmateriales de los que disfrutamos y que tantos trabajos costaron, debería replantearse el modelo que los sostiene porque el planeta que habitamos está diagnosticado como enfermo crítico a causa de la voracidad de una humanidad exhausta y decadente que actúa como si asistiera a una fiesta de suicidas.

El mundo probablemente necesita una nueva civilización, el reverdecer a lo largo de este siglo XXI para no sucumbir entre los rastrojos de las ideologías fracasadas en los siglos pretéritos. Deberíamos instalarnos en la dialéctica de la búsqueda y no en la de la radicación de lo insostenible. Es necesario el germinar de un nuevo lenguaje salvador y universal en el que por fin converjan todos los principios y todas las metas y en las que sea posible el entendimiento de un ser humano con cualquier otro ser humano, es imprescindible un aggiornamento también en la ética y la moral adaptándolas a las nuevas realidades del siglo, sería deseable una metamorfosis de la razón que nos ayudara a establecer mejores planteamientos de convivencia en la pervivencia.

En el tiempo en que se derrumban las iglesias y la ciencia llega al abismo, se precisa de un puente que armonice la dicotomía entre lo conocido y lo incognoscible, tan verdadero lo uno como lo otro; un vínculo entre ese tráfico fronterizo que conecte al hombre solitario, a esa mediocridad insatisfecha, con la multiplicidad de potencialidades del Yo, una conexión que le lleve desde las llanuras públicas donde es reconocible hasta el interior de la tierra donde encontrará su piedra oculta y donde sabiamente puede trabajar en sí mismo engendrando en la belleza un espíritu fuerte, sólo así podrá salvarse el hombre, sólo así podrá salvarse el mundo.

La masonería, queridos hermanos, sigue en plena vigencia y pude facilitar, sino la única, sí la necesaria pasarela que nos permite cruzar desde el vacío existencial a la plenitud de la vida. Masonas y masones pueden contribuir casi sin pretenderlo y, mucho más de lo que creen, en la conformación de planos armónicos y propuestas de tolerancia tan necesarias en estos tiempos de preponderancia maniquea. Los que se construyen elevándose sobre sí mismos, demuestran que es preferible crecer por el esfuerzo que estancarse en el sufrimiento; los que buscan la luz iluminarán caminos a los que andan sin rumbo, la autarquía del buen masón, labrada golpe a golpe de mazo sobre el cincel, da sus frutos, no sólo a él, también a cuantos le rodean, y con los millones de masones que hay en el mundo, la masonería contribuye al progreso de la humanidad sobre la base firme del ternario masónico de Libertad, Igualdad y Fraternidad.




VMM