15 febrero, 2007

Un juez reconoce que un linense murió fusilado por ser masón

S. Fernández.
LA LÍNEA.

Honrar la memoria de su abuelo. Este ha sido el objetivo que ha movido al abogado Ricardo Fernández de Vera a emprender una ardua investigación que se ha prolongado durante cinco años y con la que ha logrado que un auto judicial reconozca que su abuelo, Bartolomé Fernández Andrades, fue fusilado a manos del bando nacional por pertenecer a la masonería.


Fernández de Vera decidió emprender acciones judiciales en 2004 en el juzgado número uno de La Línea para que fuera instruido un expediente de jurisdicción voluntaria para la perpetua memoria. El letrado aseguró que su abuelo falleció en La Línea el 15 de noviembre de 1936 y que no costaba en la certificación de defunción ningún dato sobre su muerte.

Bartolomé Fernández era comerciante de La Línea y pertenecía a la Masonería. Era un miembro activo de la misma hasta el punto de que en 1934 fue propuesto por la Gran Logia Regional de España para ser elegido Gran Maestre Nacional. Así lo acreditó su nieto en el juzgado mediante una copia del sumario facilitado por el Archivo Histórico de Salamanca. En su denuncia, Fernández de Vera señala que fue en 1936 cuando su abuelo fue encarcelado en la prisión que fue habilitada en el Círculo Mercantil. "Desde su detención, días antes de su muerte, fue visitado por sus hijos, que recordaron haberlo visto el 14 de noviembre pero cuando fueron al día siguiente a visitarlo les dijeron que ya no estaba y no les dieron más explicaciones, tan sólo les entregaron sus objetos personales".

Fernández de Vera, tras examinar los libros de registro del cementerio de La Línea, descubrió que consta cómo a las ocho y media de la mañana del 15 de noviembre de 1936 fueron enterrados siete cadáveres sin identificar por orden de la Autoridad Militar.

Fernández de Vera ha conseguido que se reconozca que la muerte de su abuelo fue violenta y llevada a cabo por la Autoridad Militar a instancias de las tropas de Franco debido a su pertenencia a la masonería. También pedía que así conste en la nota marginal del Libro del Registro Civil de La Línea. En su auto, el juez aprueba la información para perpetua memoria practicada a instancias de este letrado, que asegura que únicamente le ha movido una cuestión moral.

Fuente:
http://www.europasur.com/46129_ESN_HTML.htm

12 febrero, 2007

SOBRE LA MASONERÍA: UN TRAZADO DE APRENDIZ*

2007-2-11

Por Dr. Manuel de Paz Sánchez.
Catedrático de Historia de América Universidad de La Laguna

En masonería, una vez consumada la iniciación o recepción de un candidato, era costumbre que el neófito pronunciase, ante la asamblea de su grado, es decir, en cámara de aprendiz, un discurso de ingreso.

La costumbre que, como podemos ver por el acto que aquí nos reúne, era y es común a otros colectivos humanos como las Academias y sociedades de parecida índole, convirtió tal práctica en obligatoria, y su función, desde siempre, era la de que el recién admitido demostrase, ante el resto de la comunidad, no sólo su valor y sus méritos – que, como a los militares, se le suponen antes de entrar, realmente, en batalla –, sino su capacidad de reflexión y de creatividad para el bien de los hermanos, es decir, de la Orden del Gran Arquitecto del Universo en su conjunto, al mismo tiempo que su voluntad y entusiasmo masónicos.

El trabajo, plancha, trazado o cualquier otro sinónimo que pueda encontrarse – naturalmente referido siempre a la Arquitectura –, glosaba por lo común el nombre simbólico elegido (Riego, Empecinado, Ptolomeo, Platón, Savonarola, Azaña o cualquier otro), es decir, el nombre de guerra que los masones españoles y portugueses adoptaban, también por derecho consuetudinario, seguramente enraizado en las antiguas persecuciones a las que se había visto sometida la fraternidad, desde los tiempos de la unión secular entre el altar y el trono.

En el Archivo General de la Guerra Civil Española, antigua Delegación Nacional de Servicios Documentales del Estado, en Salamanca, se conservan por centenares estos discursos o planchas relativas al grado 1º o de Aprendiz, aunque, por lo general, se trata de textos elaborados a partir de manuales o Enciclopedias, que se limitaban a repetir una retahíla de lugares comunes, aunque, eso sí, glosando al mismo tiempo la importancia de la masonería en relación con el progreso de la Humanidad; sus inveterados enemigos, los jesuitas y sus secuaces; su mensaje libertador para las conciencias y otras consideraciones por el estilo.

En ocasiones, sin embargo, nos encontramos con pequeñas joyas, como la que, si me lo permiten, pretendo glosar para ustedes esta noche, y que forma parte de un estudio, más bien un diccionario, sobre historia de la masonería española, en el que llevo trabajando desde hace algunos años.

Decía Manuel Alonso, que así se llamaba nuestro aprendiz masón, al dirigirse, a principios de 1934, a los miembros de la logia Atlántida, nº 448 de Tetuán, la capital del Protectorado español de Marruecos, en la que acaba de ser iniciado el 29 de enero de aquel año, que su modesto trabajo de aprendiz no tenía la pretensión de ilustrar sobre nada, “pero acaso, sin pretenderlo tenga la virtud de sugerir alguna enseñanza porque sucede a veces – por paradójico que parezca –, que la misma ignorancia es fuente de conocimiento”, y recordaba, a este propósito, “a un viejo maestro, ya apartado de la santa tarea de enseñar, que en su larga vida profesional tenía en más lo que había aprendido que lo que había enseñado”, y es que, como matizaba Alonso, “en todo grupo de alumnos destacan siempre unos cuantos con una gran inquietud, con un afán desmedido de saber que acosan a preguntas al maestro, ahondando en las cuestiones y obligándole a meditar, a ampliar y aun a veces a rectificar sus propios conocimientos”.

Así, pues, “rompiendo con la costumbre de hacer una biografía sobre mi nombre simbólico que no añadiría nada nuevo a lo que acerca de él sabréis, he preferido hablaros de mis impresiones como Aprendiz en este Taller”, es decir, en la logia u organismo masónico básico en la que acababa de ser recibido.

Manuel Alonso había adoptado el nombre simbólico de Aristóteles, tal vez por su afán de reflexión y de conocimiento universal. No era un hombre mayor, pero frisaba la primera madurez, es decir, estaba a punto de cumplir los 40 años, y fue declarado por sus aplomadores, o sea, por los maestros masones que informaron acerca de sus méritos para ser admitido en la Orden, como persona de pensamiento liberal y de actitud librepensadora.

Aclaró, además, en la introducción a su discurso, que, lo mismo que las “contumaces preguntas de aquellos discípulos inquietos de que antes os hablaba, estas cuartillas vienen a ser dudas, impresiones, sugerencias, de este nuevo hermano vuestro que si nada puede enseñar a ninguno de vosotros, sí quisiera destacar como discípulo – aprendiz, en este caso, reitera –, lleno de voluntad y de entusiasmo”.

Y se lanzó a la arena sin mayores encomiendas:

“Lo primero que llama la atención a todo recién llegado de la vida profana es el ritual de su iniciación, el ambiente del templo cargado de viejos simbolismos, el formulismo inalterable de las tenidas. Bien se me alcanza que todo ello tiene un alto valor histórico, y que su evocación tiende a que no se pierda la esencia primitiva de la Institución; sé, también, que la práctica de ritos, la adopción de símbolos y emblemas, materializando la idea, une más estrechamente a los hombres que se agrupan alrededor de ella: los organismos todos se nutren de su pasado como las plantas de sus raíces, y es indudable también – añade nuestro protagonista –, que a todo impulso hacia delante conviene el contrapeso de lo tradicional; pero hasta cierto límite nada más: hasta el mismo en que empiezan a estorbarle y a entorpecer su marcha”.

Algunos de sus aplomadores ponderaron su extraordinaria afición a la lectura, lo que no dejaba de ser un magnífico entretenimiento en la guarnición marroquí en la que estaba destinado, concretamente, en el Batallón de África nº 6, donde a la sazón cumplía servicios como Capitán del Arma de Infantería.

Uno de estos informadores, el capitán médico Federico González Azcune, tal vez simplemente por celos, apuntó que, en otro tiempo, era “muy dado a vida de casino”, aunque señaló también que, tal vez, era una forma de “matar el tedio”. Nada opuso, sin embargo, a su moralidad, respecto a la que subrayó algunas de sus bondades, porque, matizó, “a pesar de ser pagador de su Regimiento, no era criticado y gozaba fama de hombre serio en su profesión”. Sus ideas políticas eran – en efecto – muy avanzadas, y, justamente, unos años antes, a raíz del fusilamiento del hermano Vigor, es decir, del protomártir republicano Fermín Galán, como consecuencia de su fracasado pronunciamiento en Jaca, se había mostrado “indignadísimo contra tan monstruoso crimen”.

Creía Alonso, y lo dirá en su discurso al referirse a un ilustre viajero que había visitado España, que el pasado y, en cierto modo, la propia historia nacional constituían un lastre casi insalvable para que el país pudiese abrirse camino y mirar, sin complejos, hacia delante. “Tanto templo, tanta vieja muralla, tanto castillo histórico – dirá –, tiran demasiado hacia atrás de nosotros. A la sombra de tanta ruina gloriosa del pasado hemos llegado a adquirir un sosiego mortal, una inactividad que nos ha dejado a la saga de otros países”. Por el contrario, la pujanza de naciones como Norteamérica, parecía producirse, “quizá entre otras causas, por carecer esos pueblos de historia y de tradición”, y, además, no podía obviarse la renovación que habían experimentado otros Estados, en lucha con su propio pasado, como el Japón o la nueva Turquía.

“Quizá nuestra Orden, escribió, necesite también rejuvenecerse; adquirir una vigorosa y moderna orientación. Nos convendría, acaso, desembarazarnos de todo o parte de lo que no es útil. La tradición, los ritos, los simbolismos, cuando son excesivos, son algo así como esas sustancias que sirven para conservar los cuerpos, pero momificándolos”.

Lector de Maupassant, como tantos buenos lectores de su tiempo, recordó entonces la escena del personaje que acumulaba recuerdos y, una tarde lluviosa, abrió los cajones donde había guardado los testimonios materiales de su pasado. “Todas aquellas reliquias – recordó Alonso –, toda su vida pretérita tiran tan fuertemente de él hacia atrás” que acaba suicidándose.

Aplicó, igualmente, el tamiz de su crítica a sus lecturas masónicas, y llegó a la conclusión de que, sin apartarse en esencia de cierta tónica general, trataban “diversas y primordiales cuestiones desde un punto de vista meramente subjetivo, y variable por tanto en cada caso según la personalidad de su autor”.

“Motivo evidente de esta falta de unidad – añadió – es la excesiva parquedad de nuestra doctrina. No basta enarbolar un ideal (común por otra parte a todo hombre civilizado), es preciso sustentarlo con la base firme de una doctrina que guíe nuestra razón y nuestra conducta... No basta, no, que unos hombres sean libres, honrados y de buenas costumbres para que sean capaces de realizar una obra constructiva. Ha de aunarlos algo más: y así no ocurriría como ahora, que planteadas en el seno de las logias trascendentales cuestiones, discrepen sus cuadros, no ya en detalles de matización o de oportunidad, que esto sería natural, sino en la entraña misma de la materia que se debate. Así en el tema nacionalismo, así en orden a lo espiritual y religioso; así con respecto a nuestra posición ante los graves problemas sociales y políticos que en el seno de las naciones se plantean”.

Frente a aquellos que planteaban, por ejemplo, que los grandes ideales de la organización, sus amplios horizontes no podían contemplarse en los estrechos límites de un programa, planteó que no se trataba de programas sino, simplemente, de poseer “un credo más explícito, que nos imponga una mayor unidad de pensamiento y de acción: que sea norma y guía de nuestra vida masónica y tenga, para que perdure a través del tiempo, la virtud de poder adaptarse a condiciones de momento y de lugar”. Mas – recordó –, se trataba únicamente de transmitir las preocupaciones, tal vez impertinentes, de un discípulo inquieto.

Su actividad masónica fue notable, y puede afirmarse que destacan sus aportaciones entre la producción teórica de los masones militares españoles del siglo XX, no sólo en África sino en el conjunto de España. En su logia madre tomó también, en marzo de 1934, el segundo grado, y, al fusionarse poco después su taller con Oriente, nº 451, de la misma localidad y obediencia, continuó formando parte del nuevo organismo. En mayo fue exaltado al grado 3º (maestro masón), y se remitió un trabajo suyo a la Gran Logia de Marruecos, titulado “Orientaciones”, que este organismo regional asumió como propio y, además, acordó llevarlo a la Gran Asamblea nacional del Gran Consejo Federal Simbólico del Grande Oriente Español, es decir, de la obediencia nacional, la más importante de la masonería española de la época.

Asimismo, consta la lectura de otro trabajo suyo en el orden del día de una “tenida de conjunto” de las logias españolas del Protectorado, a la que fue invitada, incluso, Perseverancia, nº 70 de Larache, perteneciente a la Gran Logia Española, la segunda potencia masónica nacional de la época. Estas reuniones eran relativamente comunes en Marruecos, donde la masonería pasó a jugar, dadas las características políticas e institucionales del Protectorado, el papel que, en el resto de España, representaban los partidos políticos y los sindicatos.

A raíz de la proclamación de la República, grupos de ciudadanos nativos gritaban en corros, ¡¡queremos Republíca!! ¡¡Queremos Republíca!! – como recordaba Lora, otro Capitán de Infantería que ostentó la Gran Maestría de la Gran Logia regional – en mensaje de albricias a su colega, el Laureado Capitán Muntané Cirici, héroe de la resistencia republicana en Ifni al Alzamiento del 18 de julio de 1936.

Eran estos masones, que habían erigido la logia Tetuán, nº 64 en la etapa final de la Dictadura de Primo de Rivera – nunca mejor dicho -hombres de armas tomar y, de hecho, constituían uno de los pocos núcleos progresistas del Ejército de África.

Manuel Alonso, además, había servido, en el disuelto Batallón de África nº 5, a las órdenes del radical socialista – y Teniente Coronel de Infantería – Miguel López-Bravo Giraldo, muerto en 1935 en loor del pueblo masónico, en Madrid, donde había sido trasladado a causa de su delicado estado de salud. Este militar, que mandaba el Batallón de África nº 8, en 1933, fue acusado, por otros jefes y oficiales de su unidad de “estar en inteligencia con los soldados y clases de su Batallón para si, por casualidad, la reacción se manifestaba en la calle, salirle al paso por cuenta sola y exclusivamente suya”. Un primer procesamiento por esta causa dio lugar a un movimiento de solidaridad de todas las logias del Protectorado, que circularon manifiestos en los que se indicaba que era “muy difícil encontrar un militar con graduación de Teniente a General que no añore los tiempos pasados, como difícil también encontrar alguno de estas graduaciones que sientan el Liberalismo y la Democracia como lo siente y practica nuestro hermano Miguel López Bravo”.

El 8 de octubre de 1934 embarcó, al mando de su Batallón, a bordo del crucero de guerra “Almirante Cervera”, con destino a La Coruña, y casi encabezó una revolución a bordo – paralela a la que, en aquellas fechas, se desarrollaba en Asturias –. Sumariado nuevamente e ingresado, un mes después, en la fortaleza del Hacho, se le acusó de “conspiración a la rebelión e intento de apoderarse” del buque de guerra. Nombró como defensor a don Luis Jiménez de Asúa, pero falleció, como decíamos, antes de que se dictase sentencia.

Estos militares fueron abandonados a su suerte por los dirigentes políticos republicanos de la capital de España (los políticos anteriores, obviamente, al llamado bienio negro), quienes resultaron excesivamente fieles a la enraizada tradición metropolitana de ignorar los problemas fundamentales de sus protectorados y colonias.

Cristóbal de Lora, López-Bravo Giraldo, Puig, Muntané y tantos otros creían de veras en la viabilidad de una República democrática y federal para todos los españoles, pero, al mismo tiempo, estaban convencidos de que su implantación iba a ser sumamente difícil, y que la guerra parecía aproximarse de manera inexorable, acechando desde las intransigencias del pasado y del presente como un vestigio insepulto de la Edad Media. Ellos lo sabían mejor que nadie, por convicción ideológica y por el ejercicio de la profesión de las armas.

“Queridos hermanos”, decía Alonso convencido de su verdad, “por encima de todo esto, nos une a todos nosotros un anhelo de superación y una profunda preocupación por el futuro. Libertad, Igualdad y Fraternidad, viejas pero eternas Ideas” que, en su opinión, constituían una “forma necesaria del destino humano, una etapa de su evolución a la que forzosamente ha de llegar”.

Su análisis sobre el nacimiento de estos principios en la conciencia colectiva de la Humanidad resulta, cuando menos, interesante. La Fraternidad, la más antigua de las tres virtudes sociales, tenía su origen “en la mente de aquellos profetas hebreos en los que la creencia en un Dios universal fue el precedente de la libre conciencia del género humano”. Siguió, luego, la Libertad, puesto que al hombre, “más que su miseria le pesan sus cadenas” y, según él, “todo progreso moral solo madura al amparo de la Libertad, sin más trabas que la necesaria disciplina para la vida en común”, y de ahí que el hombre luchase “convencido de que el apoyo más eficaz en su marcha vacilante hacia la perfección, la luz más clara de su progreso, es la Libertad”. Y, finalmente, la Igualdad, una “Igualdad presente y humana que mitigue tanto dolor”. Hombre, al fin, de su tiempo, entiende que las injusticias requerían una suerte de reparación definitiva. “Nuestra sensibilidad no puede ya con la angustia que le produce tanta miseria y tanto sufrimiento como hemos creado nosotros mismos, al repartir desigualmente los medios de satisfacer las necesidades humanas”. Era preciso, pues, acometer un cambio drástico en la evolución de la Humanidad, “aunque para ello – manifestó con preocupación -, haya de nublarse la luz de la Libertad”. Mientras el problema de la injusticia social no fuese resuelto, “todo lo que nos entretiene y nos apasiona, debía de avergonzarnos como algo que distraemos al bien general. El dinero, el arte, la ciencia misma, son preocupaciones egoístas a las que nos entregamos, sin duda porque si esa otra preocupación estuviera siempre despierta en nuestras conciencias, no nos dejaría vivir. Porque ahora y siempre nada valdrá mientras no sea un hecho la Igualdad de los seres humanos ante un mínimo de bienestar, de instrucción y de justicia”.

Detenido a raíz del Alzamiento, resultó fusilado en Tetuán el 7 de octubre de 1936. El Juzgado nº 3 del Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo, le instruyó el sumario 26/1943, en el que consta certificado del acta de defunción, “por heridas de arma de fuego”, y, en consecuencia, decretó el sobreseimiento de las actuaciones, al aplicar con carácter supletorio el artículo 115 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal.

Contrasta su caso, también por esta razón, con el de otros masones militares del Protectorado, que optaron por la obediencia debida y se sumaron al levantamiento contra el Gobierno de la República. Bien es verdad que los más caracterizados, es decir, los que podríamos definir como integrantes del núcleo duro del antifascismo militar hispano-marroquí, fueron condenados a la última pena y ejecutados, pero eran una minoría. Unos pocos escaparon hacia Tánger o hacia la Zona francesa y se reincorporaron, en cuanto les fue posible, al bando republicano. González Azcune, por ejemplo, famoso también por promover un informe crítico de la Masonería española del Protectorado sobre la actuación política del dirigente nacional Martínez Barrio, quien había ofrecido, al menos inicialmente, su apoyo al lerrouxismo y al conservadurismo del bienio, sobrevivió a pesar de que fue sometido a diversas depuraciones, hasta el punto que alegó en su defensa, no ya el recién promulgado Fuero de los Españoles, sino, incluso, principios elementales contenidos en las Partidas, como el referido a que nadie podía ser juzgado más de una vez por el mismo delito.


Existió – en fin - otra guerra, de la que han hablado en nuestro tiempo Gras o Kundera, la guerra del olvido. La que ocultó las reflexiones sencillas de los espíritus libres de la época, bajo el turbión implacable de la metralla.

“La más noble actividad del hombre consiste en perseguir todo sano ideal: trabajemos por el nuestro, sin tregua, sin desfallecimiento. Quizá nunca se sienta el hombre satisfecho. Al correr del tiempo, estos ideales de ahora tomarán perspectivas insospechadas, se abrirán a horizontes nuevos que hoy no podemos siquiera imaginar”, escribió Alonso al terminar su plancha de aprendiz. Aunque nadie pudo, en adelante, recoger su concreto mensaje casi anónimo. No figura citado en ninguna de las grandes historias de la guerra civil. No recoge su nombre Salas Larrazábal en su enciclopédica historia del Ejército Popular de la República, ni le hemos nombrado, hasta ahora, los masonólogos españoles que tratamos de reconstruir la Historia de la Orden y de su influencia social y política durante la Edad Contemporánea.

Mas, su mensaje está ahí, como esperando la mano que desempolve el arpa, y retome su ilusión por un futuro mejor para el género humano. Al final, concluyó, como si quisiese responder a la pregunta del historiador: “Pero ello no debe descorazonarnos. Acaso es ese nuestro destino. Acaso esta loca carrera tras la perfección, sin llegar nunca a lograrla, sea lo que dé sentido a nuestra vida”.



Muchas gracias.




*-Publicado por la Academia Canaria de la LenguaConferencia de ingreso-


Fuente: http://www.cubanuestra.nu/web/article.asp?artID=6855